Comentario
La condición de foco escultórico de primer orden de la que disfrutó Valladolid en el siglo XVI se mantuvo en la etapa barroca, sobre todo en la primera mitad del XVII, gracias a la actividad de Gregorio Fernández. Sin embargo, junto a este hecho indiscutible, hay que considerar también el impulso que proporcionó a la producción escultórica, y al arte en general, el establecimiento de la corte en la ciudad desde 1601 a 1606, ya que por este motivo ilustres y poderosos personajes se instalaron en ella, formando una importante y adinerada clientela, benefactora con frecuencia de conventos e iglesias, que en esa época necesitaban nuevas imágenes y retablos para adecuar sus recintos a los interesas e ideales contrarreformistas. Tras la desaparición de Fernández, su fama mantuvo el prestigio de la escuela durante el resto de la centuria, en la que los numerosos escultores formados en su taller perpetuaron su estilo, pero ninguno de ellos fue digno continuador de su arte.Aunque en su breve vida Francisco de Rincón (h. 1567-1608) orientó ya la dirección de la escultura vallisoletana hacia el naturalismo, quien realmente definió el lenguaje y las cualidades de esta escuela fue su discípulo y colaborador Gregorio Fernández (1576-1636).De origen gallego, se trasladó a Valladolid en 1605 atraído como tantos otros por la estancia de la corte. Este fue un paso importante para su carrera, porque en la ciudad castellana no sólo completó su formación con Rincón sino que también pudo estudiar el arte de Juni y admirar las obras de Pompeo Leoni, que por entonces trabajaba en la nueva capital. De éste aprendió la estilizada elegancia, un tanto académica, que puede apreciarse en su estilo inicial, recogiendo quizás de Juni su constante interés por el patetismo expresivo.Su llegada a la corte en estos años le proporcionó también la posibilidad de relacionarse con una clientela prestigiosa, que le distinguió a lo largo de su vida con importantes encargos. Felipe III, el Duque de Lerma, los Condes de Fuensaldaña son algunas de las personalidades que requirieron sus servicios, y, junto a ellas, catedrales como las de Miranda do Douro (Portugal) y Plasencia, y las principales órdenes monásticas, con lo que su obra se extendió e irradió una decisiva influencia en amplias zonas de la geografía peninsular.Retablos, pasos procesionales e imágenes aisladas, siempre en madera, integran el corpus de su abundante producción, en la que plasmó un estilo extraordinariamente personal, basado en la representación de la exaltación religiosa imperante en aquellos momentos, que él interpretó de forma sencilla e inmediata, buscando acercar la obra a la sensibilidad del pueblo.La doctrina contrarreformísta y la clientela de la época exigían que las figuras parecieran vivas, a lo que Gregorio Fernández respondió con un arte intensamente realista, que le llevó a resaltar las expresiones y los rasgos individuales de sus imágenes. Sin embargo, su interés prioritario por la verosimilitud no le impidió dotar a las representaciones que así lo requerían de un profundo sentido místico, aunando lo concreto y lo espiritual -cualidad esencial en el barroco español-, lo que consigue con un lenguaje inmediato y ajeno a cualquier tipo de concesión retórica.Las actitudes elegantes y el dominio de la anatomía priman en su concepción formal, que se enriquece plásticamente mediante la utilización de abundantes paños con plegados muy marcados, quizás derivados de modelos flamencos del XV. Con ellos incrementa el volumen de los cuerpos y a la vez favorece los contrastes luminosos, que prestan a sus obras el carácter pictórico propio del Barroco. Destaca también en sus trabajos el protagonismo que concede a cabezas y manos, en las que muestra sus dotes técnicas, tallando con precisión cada detalle, sin duda porque en ellas apoya su lenguaje expresivo, especialmente interesado por los efectos dramáticos.Las cualidades que se acaban de citar pertenecen a la madurez de su estilo, a la que llegó Gregorio Fernández aproximadamente hacia 1620, tras un período inicial en el que un virtuosismo preciosista y el alargamiento y la suavidad formal imperaron en su labor por influencia manierista. Al final de su vida, entre 1631 y 1636, su arte se tornó más movido y dramático y sus plegados adquirieron un aspecto extraordinariamente quebrado.Artista culto, cuidadoso con su trabajo, vigiló siempre la actividad del taller para salvaguardar la calidad del acabado, y, porque su prestigio se lo permitía, aconsejó y condicionó según su parecer el diseño de los retablos en los que intervino, imponiendo sus opiniones a ensambladores y tracistas. Asimismo concedió gran importancia a la policromía, que él nunca realizó personalmente, pero consciente de su decisiva incidencia en el resultado final de la obra, recomendó la manera de proceder y se rodeó de artistas capacitados para llevarla a cabo, contando entre sus colaboradores a Diego Valentín Díaz, uno de los más destacados pintores vallisoletanos del XVII.